
Ha muerto Saramago, uno de los escritores que más he admirado. No sólo por su obra, que ya es motivo más que suficiente para ser objeto de admiración, sino por su persona. Lo primero que leí de él fue: El Evangelio Según Jesucristo; le siguieron Los Cuadernos de Lanzarote; y, desde entonces, casi toda su obra. Comenzar a publicar a los sesenta años y llegar a ser Premio Nobel, me pareció impresionante y su actitud, tan ajena a la vanidad, cuando se lo comunicaron, me hizo ver de qué manera las grandes personas, los grandes autores y artistas, huyen de cualquier connotación narcisista, no necesitan alabarse ni que les alaben, su valía habla por sí misma. Su innata elegancia y su claridad de ideas le acompañaron en cada una de sus intervenciones públicas. En Tías, Lanzarote, todo el mundo le apreciaba por su discreción y su impecable educación bajo cualquier circunstancia.
Le vi, por última vez, hace algo más de tres años, en la estación de Atocha. Al principio no le reconocí, me llamó la atención su porte, alto y con un abrigo azul oscuro, llevaba un maletín negro en una mano y le daba el otro brazo a su mujer; una pareja más entre la multitud de personas que caminaban hacia los andenes, pero tenía algo que le hacía destacar, su rostro me resultó familiar y les saludé antes de subir a la escalera mecánica, respondieron afablemente a mi saludo y cuando me encontraba hacia la mitad de los peldaños, caí en la cuenta de quienes eran... con ese saludo me quedo, ahora ya para siempre, en la memoria. El viaje que ha emprendido hoy es el más largo de todos; lo ha hecho desde donde él eligió, desde el centro del mar. Aquí nos deja su inigualable obra y, también, su huella como ser humano coherente y comprometido con las ideas que siempre defendió. Hasta siempre, Saramago.
ALLÁ EN EL CENTRO DEL MAR
Allá en el centro del mar, allá en los confines
donde nacen los vientos, donde el sol
sobre las aguas doradas se demora;
allá en el espacio de fuentes y verdor,
de mansos animales, de tierra virgen,
donde cantan las aves naturales:
Amor mío, mi isla descubierta,
es de lejos, de la vida naufragada,
que descanso en las playas de tu vientre,
mientras lentamente las manos del viento,
pasando sobre el pecho y las colinas,
alzan olas de fuego en movimiento.
José Saramago.