
EL CARRO
Un abejorro zumbaba entre las jaras. Bajo sus sombras, había un hombre tumbado en el suelo. Con el borde de la manga secó una gota de sudor que iba a caer sobre su ojo, la escopeta se desvió del ángulo de tiro. Apuntó de nuevo, mientras arrastraba el codo sobre la tierra, herida de rojos como la tarde.
Escuchó un rechinar de flejes, un largo rodar de de viejas ruedas, sobre el angosto camino. El carro iba a subir la cuesta; al comenzar a hacerlo tendría que aminorar su velocidad, justo en aquel punto de la tapia sobre el que enfocaba la mirilla del cañón.
El molinero aflojó las riendas de las mulas, el carro iba demasiado cargado, la cosecha había sido generosa aquel año; los vecinos le llevaban sacos y más sacos de trigo para moler. Tenía que repartir, cada día, la harina que obtenía a lo largo de la jornada, para hacer sitio a los siguientes sacos, que no dejaban de llegar. Le pagaban puntualmente cada entrega y le daban, además, nueva cantidad de grano para moler.
Siempre que iniciaba la subida de aquella empinada cuesta, la del camino del cementerio, mientras bordeaba sus encaladas tapias, le gustaba ir recordando a los ausentes. Así mitigaba su soledad y, también, el hueco irrecuperable que habían dejado en su existencia. Casi todos aquellos que había querido se encontraban al otro lado del muro. No quería dejarse vencer por la tristeza, les dedicaba un saludo y recordaba alguna de las vivencias compartidas. Les hablaba como si estuviesen presentes, como si pudiesen escucharle.
- Tendrías que ver a tu hija, Manuela, está hecha una mujer. Tiene las trenzas más rubias que la cebada, se pasa el día revoloteando como un gorrión y cantando como un jilguerillo. Y tú, Damián, ni te imaginas lo fuerte que se está poniendo el Adrián, el chico promete ser tan alto y tan listo como tú – chascó la lengua para arrear a las mulas-, desde que no vienes por el casino, hemos dejado de tener un buen rival en las partidas de dominó…
El hombre de la escopeta soltó una maldición entre sus apretados dientes; le dolía el brazo por el peso del arma, la tierra se le estaba adhiriendo al sudoroso vientre, pegado al suelo, como un reptil. Bajó el arma, hoy tampoco podría hacerse con el dinero. En el casino del pueblo había escuchado que el molinero siempre iba solo en su carro, pero llevaba más de una semana acechándolo, escondido en aquel preciso punto del camino, el único en el que era imposible que algún vecino pudiese percatarse del asalto. Y jamás le había visto solo sobre el pescante. En cada ocasión, le acompañaban varias personas, alguna sentada a su lado, otras sobre los sacos y las demás a pie, mientras escuchaban atentamente su charla.
El carro se perdió de vista al doblar la curva en la que terminaba la cuesta, en dirección al puente de piedra, donde se allanaba el tramo. Cada vez que llegaba a aquel lugar, el molinero se despedía de sus amigos ausentes. Entonces, le parecía sentir como una especie de revuelo de abejas, un zumbido que inundaba el aire para perderse entre las ramas de los jarales que crecían cerca de las tapias del camposanto. Siempre aguzaba la vista, pero nunca conseguía ver volar ni a una sola abeja de las que producían aquel sonido.