Ana Bolena
Un viento frío azota Tower Green. Escucho, lejano, su implacable silbo. Lo siento, cercano, por una punzada de dolor que traspasa mis articulaciones.
Debe de estar amaneciendo. Intento recoger la primera luz del día con el bruñido bronce de esta bandeja. No lo consigo. Soplo sobre ella y se cubre de vaho. Puedo escribir mi nombre: Ana, reina de Inglaterra.
Dejaré de serlo en pocas horas, me queda poco tiempo.
Tiempo… que palabra tan hermosa y tan carente de sentido para quien lo tiene por delante y lo vive, y lo disfruta, sin tener conciencia del don que se le otorga. Y que terrible para quien ve cómo se le escapa, sin más compañía que la de su propia impotencia.
En este último tramo de mí existencia acuden a mi mente los instantes en que comenzó a trazarse el camino que me ha conducido hasta aquí.
Había cumplido quince años. Era una mariposa que comenzaba a sacudir sus alas, derrochando colores, fuera de la incómoda crisálida. En aquel entonces lo ignoraba casi todo. Alegre y atolondrada, llegué a la corte de la mano de mi padre Thomas Bolyn. Hombre de sangre noble y alma mezquina, dueño de una ambición desmesurada.
Me llevaron ante Catalina, la reina. De ella recuerdo unos ojos pálidos y una piel blanquísima y ajada. Su sonrisa no ocultaba el perenne rictus de amargura que cercaba sus labios. Pero el rasgo que más me impresionó fue su mirada, absolutamente triste y con frecuencia ausente. Ahora sé que no se debía únicamente al hondo sufrimiento de haber perdido a los cuatro hijos que nunca vio crecer, sino a esa daga acerada que desgarra almas y cercena sentimientos, la infidelidad. La traición del hombre que aún amaba, y con el que había engendrado a María. La única descendiente, hasta entonces, de los Tudor.
El rey había nacido cinco años antes que la reina y tras un espacio de quince de matrimonio estaba manifestando públicamente lo que llevaba haciendo desde largo tiempo atrás, impulsado por su temperamento caprichoso y libidinoso. Mi propia hermana, María Bolena, se encontraba entre las amantes que no había escondido ante la Corte, lugar donde anidaban las intrigas y se respiraban las habladurías que envenenaban el ánimo de la que, hasta ese momento, había sido una tímida y dócil reina.
Yo era demasiado joven, tan superficial y vanidosa como vulnerable.
La vida era un vuelo centelleante, una danza luminosa que parecía no tener fin. Me sentía en el centro de aquel mundo que me absorbía con sus múltiples placeres: el roce de los suaves tejidos y el brillo de las joyas sobre mi piel, los perfumes traídos de lejanos lugares, que aromatizaban mis ropas y mis largos cabellos. Siempre riendo entre miradas, bailes, e inocentes devaneos.
En ese desplegar de mis alas no volé hacia el fuego, la hoguera vino a mí.
Cuando Enrique me abrazó por primera vez recuerdo que miré nuestras siluetas enlazadas mientras se reflejaban en un espejo. Ahora, en la distancia, comprendo que lo que realmente vi fueron la soberbia y la vanidad ardiendo en una sola llama.
Aquel incendio no pudo ser sofocado por el Papa Clemente, ni por el Emperador Carlos, rey de España, sobrino de la reina repudiada. Ella demostró entonces una dignidad y una fuerza interior ilimitadas.
Mientras tanto, yo creía que Enrique luchaba por nosotros al saltarse los diques de la religión, la política y la diplomacia. ¿Había existido alguna vez una mujer tan amada? Creerse dueña de aquella seguridad, tener aquel convencimiento, alentaba mi vanidad y me hacía volar cada vez más alto.
Ni por un momento pensé en las humillaciones que sufría Catalina. Alejada del palacio de Windsor, encerrada de castillo en castillo. Apartada de su única hija que, al haber sido declarada la nulidad del vínculo, había perdido el derecho a la sucesión del trono.
Es inconmensurable el dolor que puede dejar la soberbia desbordada en su imprevisible trayecto. Y el orgullo que quiere ennoblecer su nombre mientas se esconde tras la máscara del amor. Esa palabra tan valiosa, ahora, para mí, y tan carente de significado para quien, como Enrique, no sabe amar sino poseer y que únicamente la utilizó, entonces, como un pretexto que le ayudó a imponer su voluntad por encima de todas las demás.
Nuestro matrimonio escondió un buen puñado de inconfesables intereses.
En esa tormenta de fuego quemó creencias, sentimientos, vidas y sueños.
Con él se queda mi hija Isabel. No quiero pensar en la herencia que corre por sus venas, es todavía demasiado frágil, demasiado pequeña, apenas tiene tres años.
El vaho desaparece de la bandeja. Mi nombre se borra de su brillante superficie, de la misma manera que el rey me ha borrado de su vida. La mía sé que acabará aquí, en Tower Green.
Mañana, cuando yo sea una sombra, cuando mi sangre haya sido derramada, en nombre de la calumnia y de la infamia, será Juana Seymour quien ocupe mi lugar en el trono y en el lecho real.
Me pregunto si ella pensará alguna vez en mí. Yo no puedo dejar de evocar a Catalina. Su vida se apagó en enero de este año de mil quinientos treinta y seis. Hubiera querido hacerle saber que yo, la odiada, hoy puedo llegar a comprender la magnitud de su dolor, ya que el mío aunque más breve no ha sido menos intenso.
Oigo como el viento amaina y me permite escuchar unos pasos apresurados sobre los angostos escalones de la torre. Ahora tengo la certidumbre de que no llegaré a cumplir los treinta años. En cualquier momento abrirán la puerta.
Y entonces más que nunca debo de recordar que, todavía, soy la reina.
3 comentarios:
colo y lo agradezco ya que me será muy útil para mi charla del ciclo "La mujer en el desarrollo de la Humanidad" que dare el próximo miércoles. Lo entregare a los participantes.
Federico E. Cavad Kuhlmann
Buenos Aires
Te felicito por tu artículo y lo agradezco ya que me será muy útil para mi charla del ciclo "La mujer en el desarrollo de la Humanidad" que daré el próximo miércoles. Lo entregare a los participantes.
Federico E. Cavad Kuhlmann
Buenos Aires
Encantada de poner mi granito de arena en tu labor de difusión y docencia histórica y social. Hasta pronto.
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