viernes, 18 de junio de 2010

JOSÉ SARAMAGO: ALLÁ EN EL CENTRO DEL MAR


Ha muerto Saramago, uno de los escritores que más he admirado. No sólo por su obra, que ya es motivo más que suficiente para ser objeto de admiración, sino por su persona. Lo primero que leí de él fue: El Evangelio Según Jesucristo; le siguieron Los Cuadernos de Lanzarote; y, desde entonces, casi toda su obra. Comenzar a publicar a los sesenta años y llegar a ser Premio Nobel, me pareció impresionante y su actitud, tan ajena a la vanidad, cuando se lo comunicaron, me hizo ver de qué manera las grandes personas, los grandes autores y artistas, huyen de cualquier connotación narcisista, no necesitan alabarse ni que les alaben, su valía habla por sí misma. Su innata elegancia y su claridad de ideas le acompañaron en cada una de sus intervenciones públicas. En Tías, Lanzarote, todo el mundo le apreciaba por su discreción y su impecable educación bajo cualquier circunstancia.
Le vi, por última vez, hace algo más de tres años, en la estación de Atocha. Al principio no le reconocí, me llamó la atención su porte, alto y con un abrigo azul oscuro, llevaba un maletín negro en una mano y le daba el otro brazo a su mujer; una pareja más entre la multitud de personas que caminaban hacia los andenes, pero tenía algo que le hacía destacar, su rostro me resultó familiar y les saludé antes de subir a la escalera mecánica, respondieron afablemente a mi saludo y cuando me encontraba hacia la mitad de los peldaños, caí en la cuenta de quienes eran... con ese saludo me quedo, ahora ya para siempre, en la memoria. El viaje que ha emprendido hoy es el más largo de todos; lo ha hecho desde donde él eligió, desde el centro del mar. Aquí nos deja su inigualable obra y, también, su huella como ser humano coherente y comprometido con las ideas que siempre defendió. Hasta siempre, Saramago.

ALLÁ EN EL CENTRO DEL MAR

Allá en el centro del mar, allá en los confines
donde nacen los vientos, donde el sol
sobre las aguas doradas se demora;
allá en el espacio de fuentes y verdor,
de mansos animales, de tierra virgen,
donde cantan las aves naturales:
Amor mío, mi isla descubierta,
es de lejos, de la vida naufragada,
que descanso en las playas de tu vientre,
mientras lentamente las manos del viento,
pasando sobre el pecho y las colinas,
alzan olas de fuego en movimiento.

José Saramago.

domingo, 6 de junio de 2010

LUIS EDUARDO AUTE: LA BELLEZA



Muchos de nosotros, casi todos, hemos soñado y luchado por un mundo mejor. Hemos creído en la justicia, hemos batallado en contra de nefastas dictaduras y a favor de los derechos humanos; pensábamos que todo iba a ir a mejor en el mundo y, por supuesto, en nuestro país, en el de cada uno de nosotros.
Hoy seguimos en la lucha por los derechos humanos, queda demasiado por hacer y hay que hacer algo, eso es incuestionable. Han pasado los años, la historia ha seguido su curso. Y resulta inevitable mirar hacia nuestro mundo más cercano, nuestro país, que en mi caso es España. Tuvimos la certidumbre de que era posible la puesta en marcha de nuestros ideales de libertad y progreso. A estas alturas de mi vida, veo que lo que nos rodea resulta desolador. No, no era esto lo que soñábamos, no era esto lo que perseguíamos... los que pudieron conseguirlo se enzarzaron en luchas de poder, en interminables negociaciones para disimular la cruda realidad del fracaso, mientras se denominaban, a sí mismos, políticos, y se apoltronaban en sillones con cartelitos que decían, con letras muy doradas e indelebles a las lágrimas: ministros, senadores, diputados... mientras los demás seguíamos siendo pueblo, ese pueblo que se suponía soberano. Pero no fue así, fuimos, y somos, pueblo al que hay que seducir, convencer, engañar, esquilmar, mientras ellos, los poderosos, continúan con sus regias posaderas bien asentadas en los sillones de quienes gobiernan o de aquellos que aspiran a gobernar. Y así, unos y otros, siguen engrosando sus cuentas bancarias y su sed de poder... después de todo, un veinte por ciento de paro, aquí en España, es una mera estadística sin rostro.
Así ocurrió que ellos... aquellos que hoy son poderosos, aquellos a quienes les dimos nuestros votos y nuestra confianza, perdieron la oportunidad de alcanzar un mundo justo, de ser el motor y el impulso para un pueblo capaz de muchos logros. Perdida, por ellos, la belleza de los ideales que pudieron devolver la esperanza de alcanzar una sociedad avanzada y armónica, donde hubiese sitio para todos, donde paz social, trabajo y solidaridad significasen algo más que bonitas palabras. Siento que aún debemos, podemos, encontrar esa belleza de tener la osadía, el valor, de ser nosotros mismos, de no dejarnos vencer por el fracaso, ya que éste no es nuestro, no es más que el fruto de lo que ellos han sembrado. Aún tenemos en nuestra rebeldía, en nuestras cercanas metas, la belleza de esa mirada, de esa limpia mirada, en la que podemos reflejarnos, para saber que aún es posible seguir soñando y luchando, que todavía somos capaces de sentir la belleza, que la llevamos en nosotros y que, por encima de todo, es nuestra... La Belleza, en la voz de Luis Eduardo Aute...


Enemigo de la guerra
y su reverso, la medalla,
no propuse otra batalla
que librar al corazón
de ponerse cuerpo a tierra,
bajo el peso de una historia
que iba a alzar hasta la gloria
el poder de la razón.

Y ahora que ya no hay trincheras,
el combate es la escalera
y el que trepe a lo más alto
pondrá a salvo su cabeza,
aunque se hunda en el asfalto
la belleza.

Míralos como reptiles,
al acecho de la presa,
negociando en cada mesa
maquillajes de ocasión;
siguen todos los raíles
que conduzcan a la cumbre
locos, porque nos deslumbre
su parásita ambición.

Antes iban de profetas
y ahora el éxito es su meta;
mercaderes, traficantes,
más que nausea dan tristeza,
no rozaron ni un instante
la belleza.

Y me hablaron de futuros
fraternales, solidarios,
donde todo lo falsario
acabaría en el pilón.
Y ahora que se cae el muro
ya no somos tan iguales
tanto tienes, tanto vales,
¡viva la revolución!

Reivindico el espejismo
de intentar ser uno mismo;
ese viaje hacia la nada
que consiste en la certeza
de encontrar en tu mirada
la belleza.