viernes, 2 de enero de 2009

NO ES NADA PERSONAL, ÁNGEL LUIS ROMO


NO ES NADA PERSONAL

Tenía pinta de abuelete sabio y bonachón. Delgado, el pelo canoso y una señorial barba blanca, ojillos vivarachos, como de ratón, y un traje impecable, pero como de otro tiempo. Se dirigió a la puerta de su estudio y la abrió, justo en el mismo momento en que una mujer al otro lado iba a presionar el timbre con su dedo. Pase, pase, le dijo en tono afectuoso. El estudio estaba en un ático de doscientos metros cuadrados muy iluminado desde el que se podía ver el parque del Buen Retiro y la Puerta de Alcalá. La mujer, una prestigiosa galerista de Munich, rechazó el té con cardamomo que el viejecito le acababa de ofrecer: no dispongo de mucho tiempo, ¿podemos empezar ya? El viejo fue apartando con cuidado los paños que cubrían los cuadros. La mujer sacó una pitillera plateada, encendió un cigarrillo y echó una rápida ojeada a los cuadros. De vez en cuando se paraba delante de alguno, dejaba que su peso descansara sobre su pierna izquierda, luego sobre la derecha, daba una calada al cigarrillo, y continuaba mirando. Los cuadros eran inmensos, llegaban del techo al suelo y el más pequeño tendría unos tres metros de ancho. En las telas había escenas selváticas, con plantas descomunales de colores imposibles y animales increíbles acechando entre la manigua. Demasiado naif, debió de pensar la mujer, aunque se abstuviera de decir nada por no herir la sensibilidad del artista, no fuera a tomárselo como algo negativo. Me temo que va a ser difícil, dijo al cabo de un rato mientras buscaba inútilmente un cenicero donde echar la ceniza del cigarro, que era lo que más le preocupaba en ese momento. Y añadió: mis compradores buscan algo diferente. ¿Diferente?, se interesó el viejillo. Sí, diferente, algo más, cómo le diría yo, más cibernético y desestructurado, algo más borroso. ¿Más borroso? Ah, espere, dijo el abuelo acercándose a la mujer. Permítame, añadió, mientras cogía la colilla que la mujer mantenía incómoda entre sus dedos, a la vez que le daba un empellón en la espalda hacia el cuadro que tenía delante. La mujer dio un traspié, cayó sobre el cuadro, y acabó traspasándolo, quedando literalmente dentro de él. Con cara de espanto, la señora hacía aspavientos y parecía gritar, pero fuera del cuadro no se oía nada, tan sólo podía verse su figura, que iba perdiéndose en la espesura. El viejo sonreía como el ratón que se hallaba tras sus propios ojos, mientras aquellos animales, mitad mitológicos, mitad reales, rodeaban amenazadores a la mujer. Lo siento, señora, no es nada personal, pero tengo que alimentar a mis cuadros.

Ángel Luis Romo

2 comentarios:

Rafael Humberto Lizarazo Goyeneche dijo...

Hola, María...

¡Vaya, qué buena lección le han dado a la señora galerista!

Toda expresión artística es valedera y por lo tanto respetable.

Un abrazo.

Maria Sangüesa dijo...

¡Hola, Rafael!
Te dejo una notita en tu blog. Gracias por visitarme de nuevo. Un abrazo: María.